¿Rugirán en España los leones de Trump?

El ataque a la Universidad de Harvard es, más allá de las barrabasadas del gabinete Trump, un choque más entre élites. En la presente etapa retroceden profesores, abogados prestigiosos y altos burócratas. En su lugar se colocan los tecnólogos sin filtro, con los fondos de inversión esperándolas venir (el dinero siempre tiene miedo) y manifestándose a través de los vaivenes del bono estadounidense.
Estos enfrentamientos, algo que la teología liberal ha preferido denominar “checks and balances”, son habituales. Cada grupo de poder trata de ganar terreno, o, al menos, de mantenerlo. De dichos enfrentamientos descienden mutaciones de las formas de dominación y seducción de las masas. Es la circulación de las élites.
Uno de los primeros expertos en el ámbito del poder y de cómo las democracias no lo eran en la práctica fue Wilfredo Pareto. Afín durante unos años a Mussolini, y preboste de la economía neoclásica, es una fuente de consulta obligada. En línea con el positivismo decimonónico, había aplicado su tesis física sobre el equilibrio de los fluidos a la dinámica social: pasara lo que pasara, la sociedad volvería a un nuevo statu quo en el que un grupo dominante dictaría las consignas, en el fondo, reflejos verbales de sus instintos primarios e irracionales, casi fisiológicos. Las cosas eran como eran, no como querríamos que fuesen: lo que había era instinto de mando y de ser sometido. Los idealismos no eran más que canciones con buena rima para antes de las elecciones.
La revolución era imposible: no se trataba más que de un nuevo discurso para dominar a las masas. De un proceso circular de depuración y renovación de élites. La rusa habría dado lugar a una nueva clase en el poder, incapaz de destruir el Estado, y el socialismo no habría sido sino una fórmula para legitimar una nueva forma de opresión.
Inspirado por la teoría maquiavelista, Pareto empleaba una metáfora que puede aplicarse al contexto actual: la dominación es inevitable y la democracia es una quimera que legitima aquella. Los ciudadanos pueden elegir ser gobernados bien por zorros, persuasivos y dialogantes, o por leones, contundentes y fieros ejecutores de órdenes y castigos.
La alternancia entre estas dos criaturas ofrece cierto sosiego rutinario: que ganen los míos, o los más cercanos, me permite esperar de manera pasiva a los siguientes comicios. La democracia, un régimen parlamentario que promete alejarnos del autoritarismo a través de contrapesos, se convierte en un mecanismo de control poblacional, como el fútbol, como las pantallas, o como las bebidas alcohólicas. No es extraño que, si adoptamos esta perspectiva, podamos comprender lo que algunos han denominado en la actualidad la vuelta de los autoritarismos.
La polémica de Harvard es útil para entender la ubicuidad de estos conceptos. Si bien esta institución ha hecho numerosos esfuerzos por ofrecer una creciente pluralidad ideológica y apertura de miras, esto no obsta para que sea una de las joyas de la corona de la ‘Ivy League’, esa élite educativa que combina la meritocracia con la segregación de oportunidades para quienes cuentan con mayor colchón financiero.
Un dato como cualquier otro ilustra esta idea: uno de sus presidentes más recientes fue el economista Lawrence (Larry) Summers. Colaborador del Partido Demócrata, Summers había sido uno de los principales asesores de Bill Clinton en sus años de gobierno; gracias a sus propuestas se aplicaría la doctrina del shock en la Rusia postsoviética, con hambrunas provocadas por la desamortización sin cuartel de los bienes públicos del régimen previo; su equipo derogó la ley Glass Steagal, establecida en los años treinta para limitar la especulación financiera. No suficientemente satisfecho con el estallido de 2008, Summers estuvo en el equipo de asesores económicos de Obama, siendo este colectivo uno de los encargados de dictar las reformas para que la crisis no pudiera repetirse.
Probablemente las declaraciones sexistas de Summers le hayan apartado de la posibilidad de regir los destinos de instituciones como Harvard. Cuando era presidente afirmó la inferioridad de las mujeres para la práctica de las matemáticas. Bien es cierto que leonino, ha representado oficialmente a los zorros, pese a que, a la muerte de Milton Friedman, el Premio Nobel económico que promocionó las reformas neoliberales, se declarara seguidor de aquel asesor informal del coronel Pinochet.
En perfiles como los de Summers, uno de esos economistas que más manifiestan su horror ante la llegada de los aranceles masivos, radica probablemente el fracaso electoral y el hundimiento del Partido Demócrata. Cuando los zorros son casi leones, los electores tienden a quedarse con los segundos. Para la copia, mejor los originales.
Con este tipo de animales ahora en un segundo plano, los leones de Trump parecen rugir con comodidad: por una parte, prometen eliminar toda la epidemia woke a la que atribuyen la decadencia estadounidense, y, por otro, devolver a los Estados Unidos a los peores instintos de la guerra de secesión, del aislacionismo previo a la Primera Guerra Mundial y del ultraliberalismo más ajeno a sus consecuencias. La atracción al trumpismo parece más folclórica que racional, y radica precisamente en esa crisis de una democracia plutócrata que ya no ofrece los mismos resultados que antaño. Del erotismo hemos pasado a la pornografía de la dominación.
No es extraño, por tanto, que ante tanta repetición de lo de siempre, la gente se haya pronunciado por una versión extrema de lo habitual. Una nueva vieja política que incrementará, además, el malestar y el fatalismo popular. Entre los opositores organizados a Trump y a sus derivadas internacionales solo aparecen europeístas poco concretos y otras alternativas que colindan con el mal que trajo a los ultras.
Son malas proyecciones para el futuro. En España, con estos odres, un candidato como Santiago Abascal, un padre autoritario que ni siquiera pasa tiempo en casa y que promete protegernos de una década en la que la excepcionalidad es ya la rutina, podría ser, en cualquier momento, primer ministro del Reino. El descreimiento ciudadano, en línea con el cinismo necesario para que la dictadura descarnada se abra paso, parece ser, según las encuestas, uno de sus mayores apoyos. No sería una casualidad: también aquí las Universidades están haciendo frente a ataques cada vez más serios. Puede ocurrir, cómo no, y la alternativa apenas se discute. Hasta los siguientes comicios.
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