El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.
En cierto sentido, la utopía vegetariana es tan antigua como el Génesis bíblico; la principal diferencia de la época moderna es la influencia sin precedentes de la ficción comercial y sus arquetipos
El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.
Como ya apuntaba en el siglo XVIII el filósofo y pionero exobiólogo Immanuel Kant, los alienígenas nos sirven como un otro imaginario con el que compararnos, un espejo galáctico que nos ayuda a esclarecer lo humano. La ciencia ficción moderna, en sus mejores momentos, expande los límites de la imaginación para comprender lo que tenemos ante nuestras narices. Imaginar una civilización de seres extraterrestres nos ayuda a imaginarnos mejores a nosotros mismos, pero también, en el proceso, a percibir algunos de nuestros ángulos ciegos y contradicciones como individuos y sociedades.
Una de las contradicciones más flagrantes en nuestro tratamiento imaginal de los alienígenas es que, hasta en sus versiones más humanoides, forman parte de otra especie y, sin embargo, por ser extraterráqueos, les ofrecemos (queremos pensar que les ofreceríamos) algo mejor que lo que ofrecemos a la mayor parte de las especies terrícolas, incluso las más inteligentes. Los pollos, por ejemplo, superan hoy en número a los humanos, pero concebirlos como vida no inteligente nos ayuda a sobrellevar su aniquilación a una ratio de más de 200 millones al día. Enviamos al matadero cada año a decenas de miles de millones de mamíferos y aves y capturamos más de un billón de peces, actividades cuya escala desmesurada contribuye al declive del resto de la fauna marina y terrestre. Por si fuera poco, nos da por ir a la naturaleza a cazar aún más mamíferos, aves, peces y hasta anfibios, reptiles e invertebrados, y a veces lo llamamos ocio.
La pregunta es ineludible: si a la vida inteligente del planeta le reservamos este destino, ¿por qué tendríamos que ver el descubrimiento de “vida inteligente” en otro planeta como algo más que la ocasión de nuevas carnes para la barbacoa? Dados su historial y actividades, ¿qué hace al ser humano digno de ganarse su confianza, siquiera de pedirla? ¿Los respetaríamos si fueran estrictamente humanoides –la “copia barata” de mucha ciencia ficción–, sabiendo que los humanos somos también la principal amenaza para las poblaciones de nuestros parientes evolutivos más cercanos?
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