Del Madrid del corrillo de transistor y la riada humana al de las colas: distintas formas de latir durante el apagón

Nunca volveremos a vivir la ciudad de Filomena o las distintas ciudades del Covid. Excepciones que ponen a prueba y cambian nuestra relación con el espacio y el vecindario. Llegarán otros eventos sorpresivos que nos harán despertar en otras tantas ciudades del sobresalto pero serán ya otras, como lo fue ayer la ciudad sin luz. Lo que sigue es solo una colección de estampas que pretende aprehender las arritmias en la calle, entre la Puerta del Sol y Tetuán.
Entre las 12.30 de la mañana y la una la ciudad se dividía aún entre quienes ya sabían que no había luz (incluso que el apagón no afectaba solamente a su barrio) y quienes caminaban tranquilamente por la calle bajo un sol resplandeciente. En la puerta del Sol los comercios empezaron a desalojar y la noticia del apagón corría de boca en boca, a través de caras de estupefacción. En medio del mosaico, numerosos corrillos de personas permanecían aún a lo suyo. Los guías de los freetours hablaban a través de su micro de pilas y sus clientes escuchaban con atención sus explicaciones sobre la historia de la plaza. Una buena metáfora de lo que son (somos) los turistas: sujetos desubicados exprimiendo su capacidad de atención.
Durante horas, el centro se convirtió en una ciudad de franjas paralelas con distintos niveles de actividad y actitudes vitales. En el carril del medio, empezaba a prefigurarse la gigantesca serpiente peatonal que se movería a lo largo de Madrid durante todo el día. Una ciudad de gente andando hacia algún sitio que, ya por la tarde, empezaría a volverse sedentario y a convertir todos los rincones de la ciudad en plazas.
En los rellanos de las tiendas, los trabajadores informaban a los transeúntes de que no podían entrar –aunque no faltaron las que decidieron seguir a oscuras cuanto pudieron–. Poco a poco, se fueron sentando a charlar, a la espera de que la luz volviera (o no). Los más previsores empezaron a percatarse de que no todos los cierres automáticos pueden bajarse manualmente (fueron numerosas las estampas de operarios con grupos electrógenos empleándose a fondo para algo a priori tan sencillo como bajar una persiana).
Paralelamente, fue conformándose la ciudad de las colas. Los turistas, poco a poco, fueron dándose cuenta de la situación y acudieron raudos a las casas de cambio de moneda del centro. En lo cajeros automáticos que funcionaban. En las pocas superficies comerciales que, equipadas con generadores, mantuvieron la actividad. O en las paradas de autobús, en cuyos interiores la ciudad de las colas se transformaría en la ciudad de las apreturas.
Hubo una franja anómala en las zonas con más hostelería: las terrazas. Un lugar que en cierta medida estaba fuera de su tiempo y del espacio en el que la gente amontonaba las monedas arañadas a los bolsillos sobre la mesa para poner a prueba cuánto tiempo puede permanecer razonablemente fría la cerveza.
Y el tráfico. Pocas imágenes más distópicas como una urbe con todos los semáforos apagados. En la zona de Chamberí, algunos ciudadanos voluntarios se enfundaron el chaleco reflectante y se pusieron a ordenar el tráfico antes de que la policía pudiera desplegar a sus agentes –los que estaban y los que libraban– en los distintos cruces de la ciudad. Continuo tránsito de sirenas. Atascos de horas en trayectos cortos que contradijeron la intuición temprana de que a última hora de la tarde las calzadas estarían desérticas. Un civismo ejemplar por parte de los conductores también.
Con el paso de las horas y la constatación de que la cosa iba para largo, el latir de Madrid fue dividiéndose en dos. La sístole, una ciudad que para y se encuentra en la calle, aún con buen humor, aunque mirando de reojo hacia quien pudiera precisar ayuda. Y la diástole, quienes buscaban soluciones para sus desvelos: comunicarse con los suyos –a partir del mediodía las comunicaciones por whtassup se hicieron casi imposibles–, las personas mayores en los centros de día y residencias, aquellos que tenían problemas de movilidad, quienes estaban en los hospitales…preocupaciones más mundanas también, como volver a casa, que puso de manifiesto muy físicamente que Madrid sigue siendo una gran factoría cuyos trabajadores habitan la corona metropolitana.
Las tiendas pequeñas de migrantes se convirtieron en abastecedores de lo básico y lo accesorio. De las pilas y la cerveza. En Tetuán un decomisos, había puesto a primerísima hora un cartel que rezaba.:“Tenemos radios con pilas”. Aunque el pan y el embutido se acabó pronto, las fruterías árabes y las tiendas de comestibles de la comunidad china, convenientemente iluminadas con velas, vendieron todo.
En el mismo barrio, y ya por la tarde, la calle era una enorme sucesión de corrillos. En el centro de cada uno de ellos, invariablemente, el tipo que manejaba el transistor, cuyas noticias se escuchaban con la atención de quienes sintonizaban la Pirenaica en la época de nuestros abuelos. Ayer, la gente había bajado al portal con la vana esperanza de pillar algo de cobertura y se encontró con los vecinos.
Cuando vino la luz –la alegría fue por barrios y las buenas nuevas llegaron con horas de diferencia– la ciudad ardió en hogueras de alegría. En muchos sitios sucedió en el momento que se agotaba la luz del sol (así fue en los limitados espacios que cubre esta crónica). Las estrellas pudieron abrirse camino en un cielo más oscuro que de costumbre, empezamos a mirar a nuestro alrededor virtualmente para asegurarnos de que estábamos todos y empezó, ahora sí, la ciudad de los espacios interiores.
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