Cada noche, desde la cama, oigo la voz de mi vecino el búho. Yo leo antes de dejarme caer en el sueño y él emite ese acompasado y agudo ululato que recuerda al sonido de un sonar. Me distraigo escuchándolo, encantado de perder el hilo del libro que toque y, finalmente, me duermo. El búho del que hablo es un autillo europeo. Lo sé no porque lo haya visto, sino porque, como tantos pajareros principiantes, me lo he aprendido a base de usar la aplicación Merlin Bird de Cornell Lab para identificar cantos de aves. Como casi todos los miembros de la familia de las rapaces nocturnas, los autillos son unos ases de la ocultación. Forma parte de su carácter y es también una necesidad para su supervivencia. Supongo que, en un entorno urbano, más.
Como este pequeño estrigiforme estas últimas semanas, vivo en el centro de Madrid, rodeado de un estruendo tan elevado y constante que ni se aprecia. Por eso, el ulular del búho me fascina y me ayuda a darme cuenta de algunas cosas importantes.
Mi vecino autillo me enseña, en primer lugar, que es posible pasar por encima del ruido y recuperar la atención. Cuando hablo de ruido, me refiero al sonoro, a ese que se mide en decibelios y que en las ciudades está formando por un revoltijo de sonidos en el que coches, motos y autobuses son el ingrediente principal, pero en el que hay también obras y maquinarias varias, cacharros a todo volumen y griterío relacionado con juergas y reuniones. A pesar de lo que mandan las normas, los decibelios de ese ruido permanente no bajan de 70. Convivimos con ese volumen constante que nos enferma pero no nos quejamos porque, como decía antes, de tan presente, ni lo percibimos. Por eso el ululato de mi vecino es importante.
Pero también lo es para obviar otros ruidos más allá de la física. Las distracciones que emiten las pantallas, la hiperconexión, las notificaciones, las discusiones acaloradas por cualquier cosa casi siempre irrelevante, también la urgencia por ir y venir, la necesidad de marchar deprisa por la vida para ganársela de cualquier forma, para pagar el alquiler, la comida o una entrada para un concierto.
Hay otra cosa que enseña el ululato del autillo instalado en el parquecito que hay frente a mi casa. Permitirse escuchar su voz es darse cuenta de algo básico que hemos decidido obviar: somos naturaleza. No somos más, tampoco somos menos. Aunque su especie, como casi todas, lleve muchísimo más tiempo por aquí que nosotros, formamos parte de lo mismo. Tendemos a separarnos de la naturaleza, a hablar de ella en tercera persona incluso cuando nos postulamos para protegerla. Esta forma de hacernos los distinguidos no es que nos separe del entorno, es que nos aleja de nosotros mismos.
Durante estas noches en que escucho a mi vecino autillo, leo el libro La sabiduría de los búhos, de Jennifer Ackerman (Ariel, 2024), que describe el comportamiento y características de sus diversas especies y también qué han significado para nosotros, cómo han conformado nuestra memoria biocultural —“la idea de que las prácticas y las creencias culturales humanas nacen de la observación del mundo natural”—. Los búhos están en todos los continentes y son tan esquivos, misteriosos y atractivos que en todas partes hay leyendas sobre ellos. Son pájaros de mal y buen agüero, según dónde y cómo, aunque la leyenda más extendida es que si uno “se acerca a tu casa ululando, eso significa que alguien va a ponerse enfermo o a morir”.
No sé, ya veremos. Lo cierto es que estas últimas noches ya no escucho el ululato de mi vecino autillo y lo echo de menos. Se habrá ido a otro parque con más oferta alimentaria o puede que haya leído en los suplementos semanales que Madrid es, por fin, una ciudad de éxito y le haya dado tanta pereza como a mí. El caso es que, ahora que no me acompaña ese sonido que parece un sonar pero tiene más que ver con el latido de la vida misma, me cuesta más dormir.
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