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CV Opinión cintillo

Sin justicia no hay democracia

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Parece una obviedad que una condición básica para que pueda haber Democracia, es disponer de un Poder Judicial independiente, responsable y sometido únicamente al imperio de la Ley. También de una Administración de Justicia eficaz y eficiente. Y quizás, de tan obvio que parece, nos hemos olvidado durante cerca de 50 años. O tal vez, nos equivocamos pensando que la simple aplicación del Derecho en un ordenamiento inspirado por principios constitucionales daría lugar a una Justicia Democrática. La clásica salvedad jurídica: “salvo error o omisión”.

Pero sea por omisión o sea por error, resulta una carencia grave que ha ido agravándose con los años, lastrando el desarrollo económico, social y político del país, hasta llegar a condicionar nuestra misma convivencia. Una carencia que no puede ser ignorada por más tiempo, porque es ya una urgencia democrática. Ni tampoco excusada con el recurso fácil, pero simplificador, de invocar “la politización” (se quiere decir partidismo) de la Justicia, o su falta de medios. El problema de la Justicia española va mucho más allá.

Porque ni la problemática se limita a los órganos jurisdiccionales superiores, los que son designados por el Consejo General del Poder Judicial (del que se predica esa politización o partidismo), ya que también afecta a órgans proveidos por concurso; ni se sostiene hoy en día (salvo algun caso puntual) que nuestros juzgados y tribunales dispongan de menos medios materiales y humanos que el resto de Administraciones (otra cosa es que sean inferiores a la media UE), que no presentan las problematicas de la Justicia (tienen otras).

Para explicarlo de forma gráfica, podríamos decir que el problema es que tenemos una Justicia anclada en el s. XIX, con su reloj parado en la Restauración. Desde el sistema de acceso pasando por su cultura organizativa y procedimientos hasta la concepción del servicio público. En definitiva, la Justicia de un sistema liberal formalmente democrático como aquel, que apenas reconocía los derechos individuales y colectivos más básicos, frente a la Justicia de un sistema (que pretende ser) plenamente democrático, en términos del s.XXI.

Según la clásica teoria política de la separación de poderes, el Poder Judicial es uno de los tres poderes del Estado (los únicos de los que dispone la sociedad para contrapesar a otros dos poderes que no existían cuando se formuló la democracia liberal: el económico y el mediático, como nos alerta Mónica Oltra). De un Estado que, de acuerdo con la Constitución, es un Estado social y democrático de Derecho, por lo que ese Poder, como los otros, debería responder a ello: ser un Poder Judicial social, democrático y de Derecho.

Como Estado social, el acceso a la carrera judicial (y fiscal) no puede continuar con el sistema decimonónico y corporativista actual. Con unas pruebas memorísticas orales, sin parte práctica ni valoración de las aptitudes (y actitudes) para decidir (ni más ni menos) que sobre la “vida y la hacienda” de los ciudadanos, y que supone una apuesta incierta de años de estudio a tiempo completo. Un sistema de cooptación en el que los ya son miembros del Poder Judicial pueden ser “juez y parte”, preparadores y examinadores, pese a ser pruebas puramente teóricas.

Si un sistema vetusto como este ya se ha considerado obsoleto para el acceso a la Función Pública de una Administración democrática y moderna, con más razón no puede ser válido para seleccionar magistraturas del Estado. Es por ello que ha de substituirse por otro más adecuado, uno público, independiente y de evaluación continua multidisciplinar: un programa oficial universitario de selección/formación (y no unas oposiciones de “cantar”), donde los actuales jueces sólo intervinieran en la fase práctica, como el alemán.

Como Estado de Derecho, tanto la legislación procesal como la organización y funcionamiento de los órganos judiciales, deberían de ser objeto de una profunda reforma en un sentido clarificador, simplificador y estandarizador, análoga a las que ha tenido el régimen jurídico de las Administraciones Públicas y el procedimiento administrativo (1992, 2015). Porque el Derecho debe de estar en constante adaptación a la evolución de la sociedad a la que sirve. Si permanece demasiado estático, como ocurre en el caso de la Justicia, acaba resultando anacrónico y disfuncional.

Así, la Administración de Justicia debería de asemejarse más a la Administración Pública (en esencia, un juzgado es un órgano que inicia, instruye y resuelve, como una Dirección General), que pese a sus problemas y limitaciones, ha alcanzado unos standards de funcionamiento y confianza superiores, cuando la situación de partida no era tan diferente (el “vuelva usted mañana”). Las sucesivas reformas procesales o la quimérica Nueva Oficina Judicial, es como aquella famosa cita del Gattopardo: “todo ha de cambiar, para que todo continue igual”.

¿De que manera? Pues incorporando los instrumentos jurídicos con los que la Administración ha conseguido ganar eficacia y eficiencia, pero que a la vez le han dotado de mayor seguridad jurídica, imagen de imparcialidad y garantía de los derechos de los ciudadanos. Elementos que la ciudadanía echa en falta en la Justicia y que redundan en su desconfianza. P.ej. trámites ordenados y tasados, caducidades, silencios (positivos o negativos, según el bien jurídico protegido), principio de legitimación (pues ya hay un Ministerio Público: la Fiscalía), documentos comprensibles, etc.

Cierto es que alguna jurisdicción, como la penal, puede ser de mayor complejidad (porque la civil, la social y la administrativa, no distan mucho de un procedimiento administrativo), pero no sería difícil adaptarlos. Una Instrucción penal puede tener un plazo máximo superior a un expediente administrativo claro, pero que no tenga ninguno va en contra de la presunción de inocencia y la seguridad jurídica. También que muchos trámites y plazos dependan de la discrecionalidad técnica del juez. Se trataría, en definitiva, de incrementar la previsibilidad y protocolización de los procesos.

Finalmente, como Estado democrático, el Poder Judicial ha de obtener su legitimidad última de la ciudadania. Lo dice la Constitución en su artículo 117: “La justicia emana del pueblo”. El artículo 122 prevé que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo y veinte miembros. Doce entre Jueces y Magistrados, en los términos de la ley; más cuatro a propuesta del Congreso y cuatro del Senado, entre juristas de reconocida competencia y más de 15 años de ejercicio.

Ante esta previsión constitucional, la regulación vigente de la Ley Orgánica del Poder Judicial consistente en que esos doce vocales de extracción judicial sean elegidos también por el Legislativo (o cualquier variante, como la propuesta por el Ministerio) es incoherente. ¿Qué legitimidad diferente aportan al CGPJ respecto de los otros ocho también elegidos por las Cortes Generales? Y la alternativa tecnocrática que “los jueces elijan a los jueces” (¿y los técnicos de administración general a los alcaldes?) es directamente incompatible con la Democracia.

La única solución para contar con un Poder Judicial democrático, en el marco definido per la Constitución, es que los doce vocales judiciales sean elegidos por los ciudadanos, entre jueces y magistrados sí, pero por sufragio universal. Por un mandato de 5 años y entre candidaturas individuales o en representación de asociaciones judiciales (como ahora), por un sistema de listas abiertas (modelo Senado), y conjuntamente con las elecciones europeas (por tanto, sin prácticamente coste), que también son unos comicios de circunscripción única.

Con una elección democrática se evitaría que el CGPJ fuera un rehen en las disputas partidistas hasta llegar a paralizarlo (como ha pasado durante más de 5 años). Contaría con una legitimidad social que ahora no tiene (y que necesita, por su evidente crisis de legitimidad) y, sobretodo, se garantizaría que el Poder Judicial respondiera más fielmente al “sentir moral” de la sociedad de cada momento (y no al de sus miembros) y que el CGPJ fuera responsable ante alguien en su función inspectora y disciplinaria (y por tanto, que la ejerciera).

Sin una Justicia Democrática no puede haber Democracia. Ejemplos tenemos de forma cuotidiana y desde hace años. En los titulares de Política de los medios de comunicación pero también en la Sección de Sucesos. Y en el día a día de las personas que, por cualquier circunstancia, tienen que relacionarse con la Justícia: un despido improcedente, una deuda de una Comunidad de Vecinos, un accidente de tráfico... O por un proceso penal que avanza sin prueba o indicio fáctico alguno.

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