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“Miedo”, es una palabra cercana y repetida, que proviene en estos tiempos del otro lado del Atlántico. Conocíamos el nuestro, el creado por la guerra y por la dictadura, pero lo habíamos olvidado. Ahora este miedo oceánico revive aquellos miedos que se palpaban en los pueblos de Toledo, de Guadalajara, de Cuenca, de Ciudad Real, de Albacete en los inicios de la democracia.
Una guerra civil había dejado huecos difíciles de rellenar, la dictadura había estimulado en las gentes un miedo ancestral. El miedo se acrecentaba si hablabas de partidos políticos, de izquierda, de derecha, de socialismo, de justicia. Al entrar en los pueblos notabas que te observaban entre los pliegues de las cortinas de las puertas o a través de los visillos de las ventanas. El miedo se alimentaba con los temores de que el pasado se volviera a repetir.
Ahora los miedos provienen de los Estados Unidos. Nadie está libre de ser perseguido, acosado, expulsado de su trabajo, cuestionado en su profesión. El miedo se ha instalado entre los militares, jueces, abogados, economistas, profesores de Universidad, investigadores, aunque el miedo más pegajoso se ha acercado a los inmigrantes, todos delincuentes peligrosos. A los jueces les han dicho “Iremos a por ustedes y los procesaremos. Los encontraremos.”
Los nuevos gobernantes se han puesto en modo cacería permanente. Cualquiera puede ser detenido, dependiendo del color de la piel, del idioma que se hable, sobre todo si es el español “esa legua horrible,” según Trump. Pero allí empiezan a intuir que cuando se acaben los inmigrantes, serán otros los perseguidos. Los discrepantes, los demócratas, quienes tengan un género distinto, los otros.
Sorprende que los avisos de un miedo intensivo no fuera creído. Tal vez los norteamericanos, puestos a soñar, habían imaginado el sueño de una democracia indestructible. Sin embargo en la experiencia y en la ficción abundan los escenarios como los que se están viviendo. “Eso no podía pasar aquí”: las detenciones sin justificar, los coches camuflados y sin identificar, los tipos tapados que actúan como sombras impunes. Se prohíben palabras y si las usas suenas sospechoso; se prohíben libros, y si los lees te convierten en terrorista o delincuente; se estimula la delación del vecino, del que odias sin conocerlo.
Se prohíben palabras y si las usas suenas sospechoso; se prohíben libros, y si los lees te convierten en terrorista
Lo mismo pasó aquí y por eso la desconfianza que se detectaba en los pueblos que integrarían Castilla-la Mancha. La ventaja de aquellos momentos consistió en que nadie quería volver a empezar una nueva guerra de Troya. Troya, saben, fue asediada durante diez años, según cuenta Homero. La guerra no se hubiera terminado nunca si no hubiera sido por las trampas de los dioses. Troya, tras las pugnas divinas, fue invadida, saqueada, incendiada, demolida hasta los cimientos. Quienes pudieron sobrevivir no sabían dónde ir. Ahí está Eneas, vagando por el Mediterráneo, a la espera de un poeta pagado por el Cesar que lo transforme en fundador de Roma. Troya, su guerra enquistada, los dioses celosos, y su final violento es la representación caótica de cuanto puede ocurrir si la humanidad se desorienta.
En España el miedo atávico de los pueblos se combatió con un deseo casi irracional de democracia. La democracia arreglaría todo: nuestros desvaríos históricos, nuestros errores pasados, nuestras incertidumbres presentes. La democracia era el bálsamo de Fierabrás que curaría nuestros males.
Por eso la gente se echó a la calle. Llenaba las librerías, copaba los teatros, se manifestaba por cualquier motivo, los sindicatos clandestinos se agitaban, las asociaciones de vecinos engordaban, la gente cantaba libertad, pero sin ira. A esos movimientos se les llamaría más tarde Transición. La Transición fue una efervescencia anímica, un ruido incesante para espantar los miedos antiguos que siempre pueden volver.
Si los norteamericanos quieren parar la plutocracia que ya les gobierna tendrán que salir a la calle, llenar los cines, los teatros, entonar canciones sin ira, rescatar las libertades (libertad de expresión, de prensa, respeto a los tribunales, etc.) que una vez les hicieron grandes. Tendrán que plantearse una “Transición” hacia una democracia donde personajes como Trump y seguidores no sean posibles. De no hacerlo, el miedo se puede convertir en Terror.
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