La tradición insular del tabaco de Anelio Rodríguez Concepción

Este libro es la boda de dos respetos: a la palabra y a la forma. La palabra es un Dios acontecido para inaugurar la Encarnación. La forma es una delicia de tipos y estampas tan al gusto de la avidez de un pueblo por su historia, o más sencillamente, la curiosidad de saber cómo fuimos. Digo “cómo fuimos” y no “cómo fueron”, proclamando así la vigencia de una primera persona a la que el plural, sin estorbar su singular unicidad, añade alteridades sugestivas y salva de la fatal reiteración de sí, monótona clonación de una actualidad eternamente instantánea,
Es aún más estricta la cosa: en el sentido en que lo estamos usando, el nosotros es un yo con otros que me permiten serlo, más aún: que me inducen a ser yo y me abren a variación: es entonces el nosotros como un agradecimiento derramado sobre esos otros cercanos, generosos y cómplices en la tarea de librarnos de la invariante actualidad que nos aprisiona.
La actualidad es algo de lo que ha de librarse lo que quiera permanecer. Por ejemplo hay adjetivos que tienen mal futuro: “Dulcería Moderna” está condenada a llegar a ser una antigua dulcería; recuerdo que en mi niñez un crítico tuvo la desfortuna de calificar a Campoamor de poeta actual, condenándose ambos, poeta y crítico, a perder actualidad y permanencia. El libro no es día de almanaque, tachado a su debido tiempo, una vez actuado. El libro está sobre y fuera del hoy y satisface así la avidez inactual de la gente por su historia.
Una avidez que el autor discreto procura situar en su debido entorno con máxima intensidad. Me explico: hay dos intensidades en el interés por la historia porque hay dos historias: la remota, incluido el antropopitecus, los cartagineses, los Reyes Católicos, los guanches y el dos de mayo es una historia de relativo interés; pero la otra historia, la de los lugares y sucesos que hemos vivido por vías de niñez, cuento de abuela, narración sesgada, lectura prohibida, regusto de golosina, aula de escuela, música de La Loa, fotografías trabajosamente reconocidas o no reconocidas porque estuve a punto de preguntarle a quien murió hace poco y no llegué a tiempo, esa historia, que repito, de una u otra forma, yo he vivido, es historia de absoluto interés.
Aquí estoy, ahí estás tú, formando el nosotros que recibe con avidez inactual un precioso libro y, con urgencia de víspera, paladea su cercana historia a punto de periclitar y diluirse en la otra historia de sucesos difuntos, hoy salvada, presentada, hecha presente para siempre por Anelio Rodríguez Concepción, catedrático y profesor de ambas historias, envidiablemente capaz de usar el poder de resucitar y resuscitar una u otra, escritor, pintor, poeta, maestro de la entrevista, investigador, compañero de mujer bella y padre de hijos felices. Yo sé, Anelio, que estas últimas expresiones no suelen usarse en párrafos próximos al ditirambo; pero tú sabes que me tienta vulnerar los usos y, por otra parte, las pocas veces que intentaron el ditirambo conmigo, devaluado quedó en el tránsito de labio a oído, porque el aire de la buena fe que hinchaba el globo se esfumaba en el camino, y en tales casos hubiese gozado con la mención de mi compañera y mis hijos. Y tú sabes también que padezco el defecto del desvío y salirme de la cuestión por los cerros de Úbeda. Tú sabes y perdonas. Cuanto más se sabe, más se disculpa.
Yo no sé en qué primera ocasión pestañeó Anelio ante el asombro. Sí sé que lo hizo la primera vez que entró en la tabaquería del abuelo y, lo hizo la segunda vez, y cada uno de los muchos días en que la tabaquería alegró su vida para siempre, para siempre: este libro es la eternidad de aquellos guiños. Cuando lo pensó Anelio pestañeó ilusionado y cuando lo tuvo entre las manos pestañeó del mismo modo que lo hacía al llegar a la tabaquería: en el libro están los olores, las voces, los runrunes de aquella felicidad.
Estamos ante algo muy serio, La tradición insular del tabaco, que transcribe la investigación de Anelio Rodríguez Concepción. El libro es un formidable testimonio de documentación, selección y redacción. La documentación es exhaustiva, bien directa o bien indirecta a través de referencias de reconocida autoridad; prueba la honestidad y el rigor de la elaboración. La selección permite el conocimiento de lo fundamental sin que derivaciones adventicias compliquen o desdibujen la comprensión; prueba la inteligencia del autor, su capacidad, a veces heroica, de podar o incluso prescindir de detalles que, en un principio, fueron buscados y alcanzados con paciente esfuerzo. Y la redacción convierte la información en literatura, sumando al ya asegurado interés histórico la emoción del interés vital; prueba la sensibilidad creadora de Anelio Rodríguez Concepción.
Incluye el libro transcripciones de documentos imprescindibles y suficientes, ilustraciones de rigurosa coherencia con la historia en cuestión, entre las que no pueden faltar las suministradas por Jorge Lozano Van de Walle, cada vez más necesario en los trabajos históricos insulares. En buena parte del libro está Cuba, nuestra hija-madre, doblemente necesaria su presencia porque se trata de una tradición insular y tabaquera.
Hablando de libros Tardivon reseñaba una primera clasificación: documentos o linduras, disyuntiva excluyente; turbado quería el bibliotecario con la llegada de “La tradición insular del tabaco” que determinaría una intersección no vacía. Donde quiera que lo abras, el libro aparece documento y lindura, interesante y sugestivo. Primeras noticias del tabaco y las fábricas, donde Cuba aparece bienquista y demorada. Las emigraciones, los conflictos, las economías, un merecido recuerdo a la palmera confederación de tabaqueros “El Trabajo”. Minuciosas y abundantes descripciones del cultivo, la recolección, el secado, la curación, con especial detenimiento en la elaboración del puro, a quien nosotros, tal vez por antonomasia, llamábamos “tabaco”. Donde quiera que lo abras, repito, el libro aparece interesante y sugestivo. Así sucede incluso con las relaciones de números y de nombres, por lo general tediosas. Con relación a los nombres, el palmero va dejando rastros de sensibilidad popular en diferentes ocasiones y lugares. Los mayores recordamos, por ejemplo, los nombres de barcas y barquitos varados en las playas... Caso especial constituyen los nombres de nuestras fábricas de tabacos: en ellos se descubre la soterrada cultura de los tabaqueros que se solazaban con la voz del lector, entre ellas la tuya, Anelio. En esos nombres se encuentra La Palma de la sensibilidad y La Palma de la Ilustración, La Palma de la elegancia natural y del sentido humano del trabajo.
Se desvela el interior insular, y en él un poético sentido de la belleza, cuando nombra a las fábricas La Aurora, La Primavera, tantas las flores: Flor de Aceró, Flor de Altamar, Flor de Aridane, de Canarias, de La Palma, de Plata, del Atlántico, del Valle; tantas las flores: La Dalia, La Gardenia, La Rosa, La Siempreviva, La Violeta; un sentido poético de la belleza cuando se eligen nombres como La Turquesa, La Esmeralda, La Golondrina, La Mariposa, Fragancia, Dulzura, Campoclaro...
desvela el interior insular un devoto recuerdo de los que aquí nos recibieron, cuando nombra a las fábricas Aceró, Dácil, El Guanche, Idafe, La Acerina, Tagoro, Tanausú...
desvela el interior insular un amplio sentido del entorno geográfico, cuando nombra a las fábricas Africana, Cruz del Mar, Drago, El Español, El Palmero, El Time, Gloria Palmera, Ibérica, Teneguía, Tenisca...
desvela el interior insular un trasfondo de elegancia, cuando nombra a las fábricas El buen gusto. El Elegante, La Exquisita...
desvela el interior insular un fondo humano de libertad y solidaridad, cuando nombra a las fábricas El Trabajo, El Progreso, La Equitativa, La Igualdad, La Liberala, La Obrera... desvela el interior insular un inevitable tributo a la pasada palmero, cuando nombra a las fábricas El As de Oros, El Atrevido, El Cojo, El Liliputiense, Oh Qué Bueno, Sin Corbata...
desvela el interior insular una vena tributaria a la Ilustración que tan particularmente asumió La Palma, cuando nombra a las fábricas Clave del Mundo, Diana, El Greco, El Quijote, El Siglo, Helios, La Actividad, La Antorcha, La Investigadora, La Troya, Venus, Las Pirámides, Vulcano...
Estos pequeños detalles y otros mil desvela el libro con bendita impudicia, hurtándolos del recato palmero para gozo de lectores, para satisfacción de la avidez inactual de la gente por su historia próxima. Anelio: un investigador podría ser acusado de impúdico; yo mismo me uniría a la acusación para estar luego no en el grupo que condena sino en el grupo que agradece la impudicia. El cuidado con que, desde el niño que no puedes dejar de ser, levantas la punta del velo y te asombras ante la verdad reciente, tierna y desnuda, ese respeto, ese cuidado, digo, es a mi juicio la más necesaria virtud del investigador. Explícate así cómo en el trance de presentar y exaltar la investigación, nos hayamos entretenido no tanto en el análisis estructural o en las técnicas de información o en la valoración de datos o en las relaciones bibliográficas como en el relato de tus ojos asombrados, capaces, por ello, de documentar, seleccionar y redactar con la profunda maestría que tu libro muestra.
Luis Cobiella
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